LA ULTIMA PARADA (Memorias de un Reloj) Juan M. Macho

PROLOGO

Nací el 9 de Septiembre de 1947. Bueno, en realidad, había nacido unas semanas antes, en una fría y lejana fábrica de Suiza, pero siempre he considerado que el día que me instalaron en esta estación fue mi real fecha de nacimiento. Ah, se me olvidaba. Soy un reloj. Un magnífico reloj Longines con doble esfera, y desde hace cincuenta años estoy aquí, sujeto por una fuerte abrazadera de hierro forjado a una pared de ladrillo en una estación de ferrocarril de una pequeña ciudad castellana.

Y ahora, dentro de unos días, todo se va a acabar. Según he oído decir al Sr. Mediavilla, el Jefe de estación, con los primeros días de 1998, vendrán a instalar un moderno reloj digital, uno de esos relojes horribles y antipáticos, sin gracia alguna, con unos grandes números amarillos que van saltando a golpes sobre un negro rectángulo y que, por no tener, no tienen ni entrañas. Según he oído, lo único que tienen es un "chip"; que a saber qué es eso... Nada bueno, desde luego. Seguro que nada comparable a mi vieja, pero aún segura y fiable maquinaria suiza de alta precisión.

I.- EL REY DE LA ESTACION

Durante cincuenta años he sido el Rey de la estación. Sí; ya sé que en una estación, el auténtico rey debería ser el tren. Pero los trenes llegan y se van. Los trenes pasan. Y yo he estado aquí, permanente en mi atalaya de hierro. Por eso digo que durante estos cincuenta años, el auténtico rey de la estación he sido yo. Todo el mundo me saludaba al llegar; todos me miraban cuando aparecían en el andén principal. Al principio era lógico. En los primeros años poca gente llevaba reloj de pulsera y resultaba más práctico echar una rápida mirada hacia arriba que sacar de la faltriquera su reloj de bolsillo, ese pobre reloj encadenado que algunos utilizaban entonces.

Cuando el uso de los relojes de pulsera comenzó a generalizarse, pensé que mi momento había pasado. Pero no. Resulta que los viajeros y visitantes de la estación sabían que por mucho que sus relojes les dijesen que eran las catorce treinta y cinco, si yo decía que eran las catorce treinta y dos, la hora buena siempre sería la mía. Y tengo que decir que lo aceptaban bastante bien en general, lo cual me llenaba de orgullo.

II.- ¡QUÉ TIEMPOS...!

Claro que muchas cosas han cambiado en estos cincuenta años. Y una de ellas, sin duda, ha sido la actitud de los viajeros. Antes, venir a la estación era una pequeña fiesta. Los viajeros se presentaban con horas de antelación a la llegada de su tren. Y con mucha frecuencia, el tren llegaba con retraso. Pero todo se tomaba con buen humor, y la gente aprovechaba para charlar, tomarse unos vinos en la cantina o echar una partida de cartas. Si era invierno, este terrible invierno de la meseta, la Sala de espera se convertía en una improvisada y amistosa timba, y al final, siempre se echaba mano a la tortilla de patata cuidadosamente guardada en una fiambrera de aluminio. Y en verano, el voladizo de la estación era una inmejorable protección del terrible sol de Castilla, y en los bancos a su sombra se organizaban tertulias para comentar los últimos partidos del Real Madrid, o contarse la última película. ¡Ah, el cine! He oído contar innumerables películas. En realidad yo sabía de cine, de actores y actrices mucho antes de que un día, a través de las ventanillas de un moderno Talgo, pudiese ver unas pequeñas pantallas por las que estaban proyectando una de mis favoritas "Asesinato en el Orient Express", que, dicho sea de paso, no me pareció adecuada para ser proyectada en un tren...

Pero estaba hablando de retrasos y de cómo se lo tomaba la gente en otros tiempos. Ahora no; ahora que los trenes suelen circular con una puntualidad digna de mi lejana patria, la gente se enfada terriblemente por tener que esperar cinco o diez minutos, y comienza a dirigir miradas alternativas a sus relojes y a mí, miradas asesinas, como si los relojes fuésemos culpables de ello.

III.- EL SHANGHAI

He hecho una pausa en mi relato porque acaba de pasar por la vía 3 el Intercity que procedente de La Coruña y Vigo tiene como destino Barcelona. A la hora en punto. Y por megafonía lo han anunciado en castellano... y en catalán. ¡Jesús, qué cosas! Claro que ni la megafonía es lo que era. Ahora es una cinta magnetofónica pregrabada; no como antes, que el factor de circulación de turno, anunciaba las llegadas, las salidas y, con demasiada frecuencia ...los retrasos.

Este tren es el heredero del mítico "Shanghai". Bueno; en realidad lo único que ha heredado es el recorrido, porque no se parece en nada. El "Shanghai" era un tren magnífico. Cuando llegaba a los "Tres Pasos", a un kilómetro de la estación, todos temblábamos. El estruendo de su potente máquina de vapor, la enorme nube que le precedía, el agudo silbido que emitía, todo en él era extraordinario. Y cuando salía por el otro lado, mucho después de pasar la pasarela de Villalobón, yo aún estaba ciego, empañadas mis dos caras por el cálido vapor producto de su poderosa caldera.

La primera vez que mi amigo Juan Carlos, a la edad de 5 ó 6 años viajó a Barcelona, el trayecto tenía una duración de ...veinticuatro horas! Más que un viaje, era una aventura. Tiempo para hablar, para dormir, para hacer amistades...

Más tarde aparecieron el Talgo, Taf, el Ter, esos trenes con nombres tan raros. Y después vinieron los Intercity, como éste que acaba de pasar. Hasta he oído decir que hay un tren al que llaman AVE, y que es muy rápido, Por aquí nunca ha pasado, y me temo que si lo hiciese, no me iba a gustar. Porque, al fin y al cabo, ¿para qué tanta prisa? Para eso están los aviones, digo yo. El tren es para viajar relajados, contemplando el paisaje, hablando con el compañero de al lado, compartiendo la merienda, o la cena, y recordando al amigo, al padre o la novia que se acaban de despedir en la estación. O disfrutando ya por adelantado del reencuentro que tendrá lugar dentro de unas horas...

Sí, no cabe duda que estos trenes modernos son estupendos.. Puedo percibir el suave deslizar de sus ruedas sobre las vías, la aerodinámica de sus máquinas, y a través de las ventanillas veo la cómoda tapicería de sus asientos, pero siempre recordaré el "Shanghai" y aquellos grandes expresos con nostalgia, aunque no fuesen tan puntuales, ¡qué caramba!

IV.- AGAPITO

Hoy ha venido a verme Agapito. Agapito es el relojero de la línea. Limpia, revisa, arregla y pone en hora los relojes de todas las estaciones y apeaderos, desde Madrid hasta Santander. Hace años que me conoce. El año pasado, por las fiestas de San Antolín me dijo que venía de desmontar y retirar el reloj de Venta de Baños, lo que me convertía en el reloj más veterano de todos los "suyos", y que se sentía orgulloso de mí. También me dijo que tanto a él como a mí se nos acababa el tiempo. Que nos quedaba poco para la jubilación. Y se reía al decirlo.

Subido a la grasienta escalera, con la "faria" humeante pegada a la comisura izquierda de la boca, hurgaba mis tripas, engrasaba mis ruedas y engranajes, y limpiaba mis dos esferas cuidadosamente, antes de volverlas a cerrar. Lo único que me molesta de él es que, al final de la revisión y puesta a punto, para ajustar mis dos minuteros, siempre tiene que mirar previamente su reloj de pulsera. El lo sabe, y se ríe con una risa sorda, que le provoca un áspero ataque de tos.

Al final, arroja la colilla de la "faria" y me promete una vez más que va a dejar de fumar, y que ahora que se va a retirar piensa cumplir una vieja promesa. Va a coger a la señora Patro, "mi santa esposa", dice siempre, y a viajar. Pero nada de apuntarse a esos viajes del Inserso en avión, a Canarias o a Mallorca, o en autocar a Benidorm o a la Costa Brava. No, no, no. Su ilusión es recorrer, una por una todas las estaciones de tren de España. Y recorrerlas preferentemente en trenes de cercanías, que, aunque también sean ahora ya eléctricos y rápidos, son los más parecidos a los trenes de "nuestros tiempos", me dice. Ya ha empezado a hacer la lista de líneas y estaciones. Quiere empezar a principios de Junio. Y lo hará por Galicia. Cree que hacia Octubre o Noviembre habrá acabado allí (son unas 300 estaciones), y entonces dará un salto hacia Andalucía, donde pasará el invierno... Está chiflado. Es un loco de las estaciones y de los relojes. Se lo digo, moviendo ligeramente mi minutero, y vuelve a reírse entre toses, pero en sus ojos he visto por primera vez después de tanto tiempo un brillo húmedo. ¿Se habrá emocionado?

V.- MI PAISAJE

Durante todo el tiempo que llevo aquí también las cosas que veo desde mi pared han cambiado algo. Algo... mucho, quizá. A mi izquierda, hacia el Noroeste, a la altura del paso a nivel que llaman los "Tres Pasos", puedo ver cómo las vías se bifurcan. Es ahí donde se separa la que se dirige hacia Santander de la que continúa hacia León, y después hacia Asturias y Galicia. Hasta hace unos años, en esa dirección, a unos veinte metros de mi posición, se erigía una caseta en forma de torreón donde sentaba sus reales el guardagujas principal de la estación. Con el tiempo y los nuevos sistemas electrónicos de control, la caseta se quedó vacía y al final desapareció. Mi amigo Juan Carlos pasó en aquella caseta muchas tardes de su niñez, jugando a trenes de verdad, "ayudando" al Sr. Miguel, compañero de su padre y vecino, a mover las pesadas palancas que unían o separaban las vías, para que los trenes tomasen la dirección adecuada, al entrar o salir de la estación.

Girando un ángulo de unos cinco minutos hacia la derecha, puedo ver varios grupos de viviendas. Uno de ellos, el que más me gusta es el Grupo de Casas de la RENFE. Allí viven algunos de mis amigos, y allí siguen viviendo las viudas e hijos de muchos otros que se fueron.

Si ahora giramos unos diez minutos más hacia la derecha y hacia arriba, nos encontramos con el Cristo del Otero, el auténtico vigía y centinela de esta ciudad. Es una enorme estatua gris erigida sobre un pequeño cerro. Impresiona desde lejos, así que no me puedo imaginar lo que debe ser subir hasta allá arriba y contemplarlo de cerca. He oído comentar que los ojos son como ventanas, desde donde se ven kilómetros y kilómetros...

Miro ahora por mi otra esfera, hacia el Sudeste, hacia mi derecha. Durante mucho tiempo me negué a mirar hacia allí. Porque justamente ahí había estado durante años "la Pasarela de la Estación", un paso elevado y una magnífica construcción metálica oscura, que un buen día derribaron y sustituyeron por un paso subterráneo. Siempre pensé que ese momento no llegaría. La gente hablaba de ello a mis pies, y durante el tiempo que duraron las obras pude oír comentarios de todos los gustos. Había quien se oponía fervorosamente a su derribo –sí, sí, les apoyaba yo, acelerando la marcha de mis minuteros-, y otros que decían que era una construcción anacrónica y fea, y que con las heladas de invierno se convertía en peligrosa.

Recuerdo una mañana de Diciembre de principios de los 60, aún de noche, en que al mirar hacia mis pies, vi con horror en la portada del periódico que un joven estaba leyendo en el banco, una fotografía de la estación... ¡sin pasarela!. Yo no sabía entonces que ese día era costumbre gastar una broma a los lectores, publicando una falsa noticia. Y la falsa noticia de ese año era que la pasarela se había caído. Rápidamente, sintiendo un acelerado palpitar en mi interior, miré hacia allí. Apenas se distinguía entre las sombras, pero sí, pude ver la grácil silueta. Estaba allí. Al principio no entendía nada. Durante toda la mañana, la gente que compraba el periódico en el kiosco, inevitablemente giraba su vista hacia allí, para a continuación, tras ver la Pasarela en su sitio, dibujar una sonrisa. Todo había sido una broma -una inocentada, decían-, pero el susto me costó un achaque de un par de minutos de retraso, y el enfado de Agapito cuando vino a verme al cabo de unos días.

Desde que a finales de los 70 la derribaron, mi paisaje próximo por ese lado ya no me interesa. Antes, mi pasatiempo preferido era precisamente mirar hacia allí, ver el continuo trasiego de gente, amas de casa con la cesta de la compra, colegiales con sus carteras, ancianos que iban o venían hacia los Jardinillos a encontrarse con sus amigos, y grupos de niños que iban allí a ver pasar los trenes y a aspirar el vapor de las locomotoras, que decían que era bueno para la tosferina...

A unos pocos metros de mí, hacia la derecha, están las puertas de acceso a la Estación desde el Vestíbulo principal, donde deben estar las taquillas, los grandes paneles con los horarios de llegadas y salidas, y el mostrador de Información. Más allá, sobre el andén, adosado a la pared, el kiosco de prensa, y a continuación la cafetería, fría e inhóspita; nada que ver con la antigua cantina, con su barra-mostrador de madera, sus viejas mesas de mármol y sus paredes de las que colgaban cuadros de trenes y estaciones.

Al fondo, siguiendo las líneas misteriosamente paralelas y convergentes a la vez de los cables eléctricos y de los raíles, se ven a lo lejos los arcos de un hermoso puente de piedra que es un paso elevado para peatones y vehículos; la Pasarela de Villalobón. Espero que ésta no la tiren, o, si lo hacen, que esperen unos días para no verlo.

Lo que hay a mis espaldas no lo he podido ver nunca, pero después de tantos años y de tantas conversaciones, lo conozco como si lo estuviera viendo. Sé que a continuación de la Estación están los "Jardinillos", un Parque lleno de árboles, jardines y bancos, con un pequeño arroyo, y un gran palomar. Las tardes de verano se llena de gente que pasea, se sienta a leer, a charlar. Incluso es un lugar obligado para quedar. "Mañana a las seis en los Jardinillos...". Un día, y solamente para comprobar la exactitud de mis suposiciones, me gustaría verlos, aunque solo sea una vez.

Al final de los Jardinillos comienza la Calle Mayor, la principal vía de la ciudad; una calle para comprar, para pasear, para quedar con los amigos...

 

VI.- MERCHE Y JUAN CARLOS

Merche y Juan Carlos forman una pareja entrañable. Su historia es una historia de amor como tantas otras, pero que ocurrió cerca de mí y de la que fui testigo y hasta un poco protagonista.

Su amor nació entre estaciones y sobre las vías del tren. Juan Carlos vivía en las Casas de la RENFE –es hijo de Alejandro, mi amigo el Enganchador del que hablaré más adelante-, y estudiaba en Valladolid.

Así que cada mañana aparecía por la estación con cara de sueño, a coger el tren de las siete, un "chispa" –rápido-tranvía en realidad- que salía hacia Madrid. Asistía a sus clases, y sobre las dos de la tarde llegaba de regreso en otro "chispa" que hacía el recorrido Valladolid-León. Al ser hijo de ferroviario, en lugar de desplazarse en los autocares de estudiantes, utilizaba el tren, puesto que le resultaba gratuito. Solía compartir el viaje con tres o cuatro estudiantes más, un empleado de RENFE que estaba temporalmente destinado en Valladolid y un sargento de Infantería en similares circunstancias.

Juan Carlos acostumbraba a mirarme siempre que entraba en la estación. Y, a su regreso de Valladolid, volvía a mirarme. Es más, si salía por las tardes y se dirigía al centro de la ciudad, al pasar a la altura de la carretera del Cristo, me miraba a través de las rejas que separaban la calle de las vías. La mayoría de las veces, comprobaba a continuación la hora en su reloj de pulsera.

Pues bien, una noche de verano, un grupo de cuatro jóvenes –Juan Carlos entre ellos-, se dieron cita en la estación para esperar a alguien que debía llegar en el expreso Madrid - Santander. Bromeaban y reían, y me miraban de vez cuando, para comprobar la hora y el tiempo de espera que quedaba.

En un momento dado, la megafonía –en realidad el Factor de circulación de turno-, anunció que "el tren expreso número 570, procedente de Madrid Príncipe Pío, con destino Santander, circula con un retraso de dos horas, teniendo prevista su llegada a esta estación a las tres horas y treinta minutos".

La alegría de mis jóvenes amigos se disipó instantáneamente. Todos me miraron con cara de decepción, consultaron sus respectivos relojes e iniciaron un animado conciliábulo para determinar qué podían hacer.

Por lo que pude oír –estaban hablando justo debajo mío-, habían venido a esperar a la amiga de una de las chicas, que además se iba a alojar en su casa; parecía, pues, lógico que Merche, la joven en cuestión, debería quedarse a esperar. El problema es que nadie creía conveniente que se quedase sola, y una de las parejas se tenía que marchar forzosamente. Nos quedaba, pues, Juan Carlos que se ofreció a acompañarla encantado.

Fue una noche que los dos recordarán siempre. Fue allí, sentados a mis pies, en aquella larga espera -al final fueron tres horas de retraso, aunque quizá les hubiese gustado que aquel tren no hubiese llegado nunca-, cuando cayeron en la cuenta de que los meses transcurridos desde que se formó la pandilla y empezaron a salir, habían marcado huellas en sus corazones, unas huellas como raíles cercanos, paralelos y convergentes también, y por los que a partir de entonces circularía el tren de sus vidas.

Merche también estudiaba en Valladolid. Hasta entonces había ido siempre en autocar, pero, al inicio del curso siguiente, su presencia, junto a la de Juan Carlos alegró la estación cada mañana. Y fue en aquellos viajes de ida y vuelta, y en aquellas esperas en el mismo banco de la primera noche donde su amor floreció, donde se declararon, donde comenzaron a construir sus sueños...

Fue también en aquel banco donde se besaron por primera vez, y fue allí donde un día les sorprendió Alejandro, y donde Merche conoció a su futuro suegro, tras el inicial sonrojo y las presentaciones de rigor.

Fue muy cerca de este banco donde cayeron las lágrimas de Merche en la despedida de Septiembre de 1970, cuando Juan Carlos tomó el tren especial que le transportaría a León, a iniciar su servicio militar, y donde tuvieron lugar los sucesivos encuentros y despedidas en cada permiso de fin de semana.

Juan Carlos y Merche viven en Barcelona desde hace veinticinco años. El sigue siendo un enamorado de los trenes -"como buen hijo de ferroviario", pregona con orgullo-. Cuando viene a visitar a sus padres, prefiere hacerlo en tren, y un par de veces al año aparece por aquí, me mira, mira a continuación su reloj, y vuelve a mirarme, esta vez para dedicarme un guiño. Por un momento parece que no hayan pasado estos años; que desaparece la intrincada telaraña de cables eléctricos, que vuelven a circular y rugir las grandes locomotoras de vapor, y que hasta el fantasma de la pasarela vuelve a aparecer a mi derecha...

VII.- ALEJANDRO

Alejandro ingresó en RENFE a principios de 1948. Era entonces un joven tímido y trabajador. Hijo de labradores de un pequeño pueblo de Tierra de Campos, tuvo que emigrar, como tantos otros a la capital a buscarse un futuro mejor. Casado en 1946 con Felisa, su novia de toda la vida, tenía un hijo de meses (Juan Carlos), y vivía en la Carretera de Santander, muy cerca de la estación. Comenzó a trabajar como Mozo de estación, una especie de comodín que entonces había en las estaciones. Lo mismo transportaba los paquetes del furgón a la consigna, que ordenaba los envíos en el almacén, ayudaba al factor a redactar los partes de turno, o suplía al guardagujas y tomaba los recados telefónicos.

En Febrero de 1949 nació Pilar, su segundo retoño. Cuando en 1950 se convocaron oposiciones a Enganchador, se presentó sin dudarlo. El sueldo era algo mejor, y había posibilidad de ser "destacado" en otras estaciones, en cuyo caso, cobraría bastante más. A principios de 1951 le entregarían las llaves de un pequeño piso de las Casas de la RENFE que estrenaron con enorme ilusión.

Alejandro trabajó en esta estación durante cuarenta años, hasta su jubilación, en turnos de mañana, tarde o noche, con esporádicas ausencias de algunos meses en que prestó sus servicios en las estaciones de Medina del Campo, Venta de Baños y algunas otras.

Cuando circulaba de un extremo a otro de la estación subido en la pequeña máquina de "maniobras" para unir o separar vagones de los trenes de mercancías, siempre tenía una mirada para mí. Ya sé que su mirada era para saber si aún tenía por delante dos horas, o si apenas le quedaban diez minutos para volver a casa a comer, o a cenar, o a dormir, según el turno. Pero siempre me miraba con sus ojos claros y serenos.

Fue Alejandro quien le enseñó a Juan Carlos que las tres de la tarde eran en realidad las quince horas, y que las seis menos veinte eran las diecisiete cuarenta; Fue él quien le dijo con orgullo que TALGO significa Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol; y que hasta los americanos habían mostrado interés por comprar algunas unidades de esa maravilla en forma de tren. Y fue Alejandro quien mostraba a Juan Carlos y a Pilar, cuando iban alguna tarde de verano a buscarle a la estación al final de la jornada, cómo funcionaba el micrófono por el que anunciaba las llegadas, salidas ... y los retrasos. Fue Alejandro quien retaba a Juan Carlos a adivinar por el sonido el tipo de tren que se acercaba por los "Tres Pasos". El Talgo susurrante, el ruidoso Expreso, el traqueteante "chispa", el estruendoso "mercancías"...

En los últimos años, RENFE cambió el nombre de Enganchador por el de "Especialista de Estación". Alejandro lo contó ufano un día, mientras comían. Pero ya entonces Juan Carlos y Pilar se habían casado y vivían lejos, y ni el hijo menor, Angel, que soñaba con ser un famoso director de cine, ni Felisa, le prestaron mucha atención.

Cuando Alejandro se jubiló, durante años, en sus paseos diarios pasaba cada día por la estación. Y siempre me miraba, para ver cuánto tiempo tenía para llegar a casa a la hora convenida, que Felisa tenía el genio vivo y se enfadaba si llegaba más tarde de lo previsto.

Hace años que no le he vuelto a ver. Oí comentar a alguien que está ingresado en una residencia de ancianos, situada precisamente junto a la estación de Venta de Baños, y que, aunque su mente ya no funciona, y no conoce apenas a nadie, aún posee aquella mirada clara y serena y que aún levanta la cabeza cada vez que un tren lanza su potente silbido al aire, y a veces, balbucea suavemente: "Ese es el Talgo de Santander..."

EPILOGO

El 12 de Enero de 1998, una brigada de empleados me arrancó de la pared, me cargó en un carrito y, atravesando el vestíbulo principal, me dejaron en una furgoneta, sin preocuparse de cerrar las puertas. Ante mí, aunque mi posición no me permitía ver muy bien, tenía los Jardinillos. Eran más hermosos de lo que me había imaginado. Una fina capa de nieve lo cubría todo. Los árboles casi sin hojas, los setos de aligustre, todo era de una belleza que por un momento paralizó mis manecillas. Allí estuve unas cuantas horas. Supongo que deberían estar instalando a mi sucesor. Me alegré de no verlo. Prefería estar ahí viendo cómo comenzaba de nuevo a nevar y la gente se ajustaba las bufandas y apresuraba sus pasos al salir de la estación.

Más tarde alguien cerró las puertas, puso en marcha la furgoneta y durante un tiempo solamente pude oír el ridículo ruido del motor, -qué diferencia del ruido de mis trenes- de la furgoneta que circulaba por calles y carreteras. Cuando noté que mis pulsaciones se ralentizaban, hice un supremo esfuerzo y conseguí pararme por completo. Todo se había acabado para mí. Probablemente la furgoneta me conducía a algún almacén de chatarra. No quería verlo vivo y despierto.

* * * * * * *

Nuestro amigo, el reloj protagonista de esta historia, no acabó en una chatarrería como él mismo llegó a temerse. Alguien lo limpió cuidadosamente, le dio cuerda de nuevo, y lo instaló en un Museo del Ferrocarril. Durante mucho tiempo sus agujas recorrieron sus esferas torpemente, parándose con frecuencia, y con inexplicables retrasos. Varias veces le desmontaron y examinaron sin encontrar ningún motivo. Si hubiesen sabido leer su alma de reloj, se habrían dado cuenta de que sencillamente echaba de menos su vieja estación y sus amigos, cuya ausencia ninguno de los numerosos objetos inanimados que llenaban las salas del Museo podía reemplazar.

Pero el milagro ocurrió años más tarde. Juan Carlos apareció un día por el Museo. Iba con unos amigos y tras contemplar maquetas y reproducciones de trenes y estaciones, camino ya de la salida, se detuvo un momento ante él. Las manecillas del reloj incomprensiblemente dieron un salto y comenzaron a deslizarse suavemente por sus esferas. Oyó a Juan Carlos dirigirse a sus amigos y decir: "Este reloj es idéntico al que había en la Estación de Palencia". "¡Soy yo, Juan Carlos! ¡Soy yo!" quiso gritar el reloj. Pero nadie le oyó. Y al cabo de un momento los visitantes emprendieron el camino de salida. Desde ese día, ante el asombro de los cuidadores del Museo, el reloj volvió a funcionar con precisión, y así sigue desde entonces.